Miraba las nubes desde el patio de Berta Galián. Ella cantaba suavemente, y su voz me llegaba en forma de caricia, igual que el aire, que de vez en cuando soplaba más fuerte y jugaba con mi pelo. Es un buen viento, me dijo, parando unos segundos su canción.
Vivía de siempre, palabras suyas, en ese pueblo de tierras secas. Podía ser también que no hiciese más de dos años, pero tampoco creí necesario hurgar mucho en su historia. Estaba convencida, a veces, de que había pasado la vida cerca de los bosquimanos, y yo no tenía intención de contrariarla buscando explicaciones.
En el pueblo me querían convencer de que Berta estaba loca, perturbada, demente, y más palabras que usaban para hacerme ver que todo lo que decía carecía de sentido.
Ella me explicaba cómo había cruzado el océano en busca de un delfín de ojos risueños. O cómo había subido al pico más alto de la Tierra, una cumbre desde donde se podían ver todos los rincones y la gente del planeta: la abuela que cocinaba relajada en una casa de un valle de la Cerdanya, y la joven que, con los labios pintados de rojo, buscaba, por una calle de Nueva York, al chico del piso veintidós.
Sus historias, llenas de detalles, me hacían sentir la humedad y el calor del Trópico, y el frío helado de la Antártida, todo en la misma noche.
Berta Galián no tenía ninguna necesidad de mentirme, ni yo de desconfiar. Era feliz con ella, y estaba decidido a pasar el resto de mi vida cerca de sus palabras.
La noche más larga de todas las noches la oscuridad cubrió todo el pequeño pueblo, y las tierras de alrededor, y la parte dormida del planeta Tierra. Los astrónomos habían marcado en todos los calendarios una gran Luna, redonda y llena. Pero, sin tener ningún aviso de eclipse, el satélite había desaparecido de nuestra vista. El reflejo de su luz sobre el océano, o sobre las hojas mojadas de los árboles, no se encendió aquella noche. Y los más románticos lloraban desconsolados, y los más racionales miraban nerviosos los datos de sus ordenadores llenos de logaritmos.
Y Berta me dijo, susurrándome al oído, que había apagado la Luna para confesar, ruborizada, que me quería.
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